Al principio fue una foto
La historia se mezcla en ocasiones con los recuerdos personales. Y aunque se trate de una historia pequeña, como la de una Hermandad de penitencia de una ciudad bastante provinciana, resulta atractivo tratar de integrar dicha historia con la memoria de quien ha tenido la oportunidad de vivirlos desde muy cerca. Éste y no otro es el objetivo de las líneas que siguen, surgidas exclusivamente –es decir, sin más apoyo documental externo que el mínimamente imprescindible− de la memoria de quien las escribe.El principio
Al principio… Al principio era una túnica blanca con una
faja morada. Sinceramente, no tengo recuerdos personales anteriores a mi
condición de cofrade, o mejor dicho: son tan pocos, cuantitativa y
cualitativamente considerados, que puedo presumir, de nuevo, de que en realidad
no tengo recuerdos personales anteriores
a mi condición de cofrade.
La culpa la tiene
una fotografía. Me la hizo un fotógrafo ambulante en la puerta de la sacristía
de la parroquia de San Pedro, el Miércoles Santo de 1962. En ella se puede ver
a mi padre, en el centro, posando junto a sus dos
hijos mayores. Él aparece serio, mi hermano Paco muy formalito y yo quizá un poco
asustado.
La procesión iba a
salir muy tarde, quizá sobre las once de la noche o después. Mi madre se había
quedado en casa, cuidando a mis dos hermanos menores: Manolo tenía algo menos
de cuatro años y Ángel poco más de uno.
Nos habíamos
vestido de nazarenos en el domicilio de mi abuela paterna, Encarnación, que
vivía en una casa de vecinos, muy
antigua que estaba situada en el número 32 de la calle Gutiérrez de los Ríos: pozo
en el patio, vericuetos y pasillos, soportales arriba y abajo, gatos variados,
olores contradictorios y cocina comunal para casi todos los vecinos eran
algunos de sus rasgos distintivos. Supongo que allí, antes de irnos a San
Pedro, mis dos tías solteras, Encarnación y Rosario, nos pondrían algo de cenar.
Supongo también que allí ellas mismas me vistieron de nazareno por primera vez.
El caso es que llegamos a San Pedro más o menos una hora antes de salir la
procesión: en aquellos años (así se hizo hasta 1977, al menos en mi Hermandad)
no era costumbre celebrar la llamada «Misa de Nazarenos»,
y toda la parte religiosa consistía en una breve alocución del párroco y el
rezo de alguna oración.
En el pasillo
central que daba acceso a la sacristía estaba sentado −lo vi después bastantes
años− un limpiabotas, contratado por la Hermandad para teñir de negro, in extremis, los zapatos de algún
nazareno que se hubiera olvidado de
que el hábito penitencial de la Misericordia se completa de forma inexcusable
con «guantes
blancos y calcetines y zapatos negros». De allí pasamos a la sacristía
propiamente dicha. Entonces era diferente: las paredes estaban encaladas y
delante de las cajoneras donde se guardaban los ornamentos litúrgicos había
unos entarimados de madera, quizá con la intención de proteger del frío los
pies del sacerdote mientras se revestía.
Allí vi ya algo
que me impresionó, o que me asustó incluso. Yo estaba acostumbrado a ir a San
Pedro, pues no en balde acudía todos los domingos por la mañana a la catequesis
infantil; pero nunca había visto dentro del templo tal bullicio: no es sólo que
hubiera mucha gente, sino que todos iban vestidos de nazarenos y andaban de acá
para allá, hablando en voz alta y con aspecto nervioso. A mí, que siempre
hablaba en voz muy baja dentro del templo –eso era lo que me habían enseñado−
me escandalizó un poco. Más me escandalicé cuando vi, ya dentro de la iglesia,
a un nazareno que, naturalmente a cara descubierta, comía con toda naturalidad
una tableta de chocolate ¡ante la mismísima cancela de la capilla del Sagrario!
Quizá eso fuera el
desencadenante del nerviosismo que me inundaba desde un buen rato atrás. El
caso es que no pude más y comencé a llorar desconsoladamente. «¡Yo
me quiero ir a mi casa!», debí de decir. Mi padre no sabía qué hacer, pero
lo hizo en tiempo récord. A toda prisa, nos tomó de la mano a mi hermano Paco y
a mí, y temiendo que la cofradía saliera mientras él estaba nuevamente fuera de
San Pedro, nos llevó corriendo a casa de mi abuela para que yo me quedara.
Así me perdí,
pues, la que hubiera sido mi primera procesión como nazareno de la Misericordia:
sólo por mi culpa, por mi grandísima culpa, perdí un año en el escalafón, que
en realidad fueron dos, porque en 1963, el año siguiente, la Hermandad no pudo
salir a causa de la lluvia.
No sé si mi padre
llegó a tiempo de incorporarse a su sitio en la procesión antes de salir. Por aquel entonces aún no formaba parte de la
junta de gobierno y su misión en el cortejo era hacer sonar una campanilla en
un tramo de nazarenos. Recuerdo que luego, con mis tías o con mi madre, que ya
no precisa mi memoria ese detalle, vimos pasar la procesión por el Arco Bajo de
la Corredera, donde mi hermano Paco se salió del cortejo y se vino con nosotros.
Ése es mi primer
recuerdo como nazareno de la Misericordia. Yo no había cumplido aún los seis
años y no sabía, naturalmente, que la Semana Santa de Córdoba estaba en crisis,
que ese año varias Hermandades no salieron (fue el primero en que no hizo
estación la Oración en el Huerto, en un paréntesis que duró hasta 1975) y que
incluso la mía, la Misericordia, tampoco iba a salir en un principio ni
figuraba en los guiones de horarios e itinerarios, aunque finalmente, al
parecer en pocos días, se pudo organizar todo y se salió como se pudo.
Hay otros
recuerdos, quizá incluso anteriores a esta primera foto, pero son sumamente
neblinosos, por lo que me resulta imposible precisar el año, el día de la
Semana Santa y demás circunstancias en que ocurrieron los hechos que muy
vagamente recuerdo. Por ejemplo, sin duda alguna en los años 1960 o 1961, mis
padres me llevaron a la Catedral a ver alguna procesión en el Patio de los
Naranjos; sólo puedo decir que lo que hay en mi memoria, y que posiblemente no
coincida con la realidad de lo que vi, es un paso de Virgen, sin palio,
totalmente blanco y llevado por costaleros. Puede que alguno de estos datos sea
cierto, pero dudo mucho que lo sea el conjunto de ellos que, sin embargo, son
como digo los que tengo en la memoria. También recuerdo, en una difusa niebla
que pone sobre los hechos un filtro en blanco y negro, haber visto –esta vez fuera
de la Catedral, pero en sus alrededores− pasar la procesión del Señor de la
Caridad, de la que sólo tengo un ligero flash de cuando mi padre nos hizo
levantarnos al paso de la bandera nacional que abría el desfile de los
legionarios. Yo, por cierto, estaba sentado en uno de esos poyetes de mármol de
escasa altura que rodean el perímetro de la Catedral por algunos de sus tramos.
(Continuará)
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