domingo, 16 de marzo de 2014

Al principio fue una foto

Al principio fue una foto

La historia se mezcla en ocasiones con los recuerdos personales. Y aunque se trate de una historia pequeña, como la de una Hermandad de penitencia de una ciudad bastante provinciana, resulta atractivo tratar de integrar dicha historia con la memoria de quien ha tenido la oportunidad de vivirlos desde muy cerca. Éste y no otro es el objetivo de las líneas que siguen, surgidas exclusivamente –es decir, sin más apoyo documental externo que el mínimamente imprescindible− de la memoria de quien las escribe.

El principio

Al principio… Al principio era una túnica blanca con una faja morada. Sinceramente, no tengo recuerdos personales anteriores a mi condición de cofrade, o mejor dicho: son tan pocos, cuantitativa y cualitativamente considerados, que puedo presumir, de nuevo, de que en realidad no tengo recuerdos personales anteriores a mi condición de cofrade.
     La culpa la tiene una fotografía. Me la hizo un fotógrafo ambulante en la puerta de la sacristía de la parroquia de San Pedro, el Miércoles Santo de 1962. En ella se puede ver a mi padre, en el centro, posando junto a sus dos hijos mayores. Él aparece serio, mi hermano Paco muy formalito y yo quizá un poco asustado.

     La procesión iba a salir muy tarde, quizá sobre las once de la noche o después. Mi madre se había quedado en casa, cuidando a mis dos hermanos menores: Manolo tenía algo menos de cuatro años y Ángel poco más de uno.
     Nos habíamos vestido de nazarenos en el domicilio de mi abuela paterna, Encarnación, que vivía en una  casa de vecinos, muy antigua que estaba situada en el número 32 de la calle Gutiérrez de los Ríos: pozo en el patio, vericuetos y pasillos, soportales arriba y abajo, gatos variados, olores contradictorios y cocina comunal para casi todos los vecinos eran algunos de sus rasgos distintivos. Supongo que allí, antes de irnos a San Pedro, mis dos tías solteras, Encarnación y Rosario, nos pondrían algo de cenar. Supongo también que allí ellas mismas me vistieron de nazareno por primera vez. El caso es que llegamos a San Pedro más o menos una hora antes de salir la procesión: en aquellos años (así se hizo hasta 1977, al menos en mi Hermandad) no era costumbre celebrar la llamada «Misa de Nazarenos», y toda la parte religiosa consistía en una breve alocución del párroco y el rezo de alguna oración.
     En el pasillo central que daba acceso a la sacristía estaba sentado −lo vi después bastantes años− un limpiabotas, contratado por la Hermandad para teñir de negro, in extremis, los zapatos de algún nazareno que se hubiera olvidado de que el hábito penitencial de la Misericordia se completa de forma inexcusable con «guantes blancos y calcetines y zapatos negros». De allí pasamos a la sacristía propiamente dicha. Entonces era diferente: las paredes estaban encaladas y delante de las cajoneras donde se guardaban los ornamentos litúrgicos había unos entarimados de madera, quizá con la intención de proteger del frío los pies del sacerdote mientras se revestía.
     Allí vi ya algo que me impresionó, o que me asustó incluso. Yo estaba acostumbrado a ir a San Pedro, pues no en balde acudía todos los domingos por la mañana a la catequesis infantil; pero nunca había visto dentro del templo tal bullicio: no es sólo que hubiera mucha gente, sino que todos iban vestidos de nazarenos y andaban de acá para allá, hablando en voz alta y con aspecto nervioso. A mí, que siempre hablaba en voz muy baja dentro del templo –eso era lo que me habían enseñado− me escandalizó un poco. Más me escandalicé cuando vi, ya dentro de la iglesia, a un nazareno que, naturalmente a cara descubierta, comía con toda naturalidad una tableta de chocolate ¡ante la mismísima cancela de la capilla del Sagrario!
     Quizá eso fuera el desencadenante del nerviosismo que me inundaba desde un buen rato atrás. El caso es que no pude más y comencé a llorar desconsoladamente. «¡Yo me quiero ir a mi casa!», debí de decir. Mi padre no sabía qué hacer, pero lo hizo en tiempo récord. A toda prisa, nos tomó de la mano a mi hermano Paco y a mí, y temiendo que la cofradía saliera mientras él estaba nuevamente fuera de San Pedro, nos llevó corriendo a casa de mi abuela para que yo me quedara.
     Así me perdí, pues, la que hubiera sido mi primera procesión como nazareno de la Misericordia: sólo por mi culpa, por mi grandísima culpa, perdí un año en el escalafón, que en realidad fueron dos, porque en 1963, el año siguiente, la Hermandad no pudo salir a causa de la lluvia.
     No sé si mi padre llegó a tiempo de incorporarse a su sitio en la procesión antes de salir. Por  aquel entonces aún no formaba parte de la junta de gobierno y su misión en el cortejo era hacer sonar una campanilla en un tramo de nazarenos. Recuerdo que luego, con mis tías o con mi madre, que ya no precisa mi memoria ese detalle, vimos pasar la procesión por el Arco Bajo de la Corredera, donde mi hermano Paco se salió del cortejo y se vino con nosotros.
     Ése es mi primer recuerdo como nazareno de la Misericordia. Yo no había cumplido aún los seis años y no sabía, naturalmente, que la Semana Santa de Córdoba estaba en crisis, que ese año varias Hermandades no salieron (fue el primero en que no hizo estación la Oración en el Huerto, en un paréntesis que duró hasta 1975) y que incluso la mía, la Misericordia, tampoco iba a salir en un principio ni figuraba en los guiones de horarios e itinerarios, aunque finalmente, al parecer en pocos días, se pudo organizar todo y se salió como se pudo.

     Hay otros recuerdos, quizá incluso anteriores a esta primera foto, pero son sumamente neblinosos, por lo que me resulta imposible precisar el año, el día de la Semana Santa y demás circunstancias en que ocurrieron los hechos que muy vagamente recuerdo. Por ejemplo, sin duda alguna en los años 1960 o 1961, mis padres me llevaron a la Catedral a ver alguna procesión en el Patio de los Naranjos; sólo puedo decir que lo que hay en mi memoria, y que posiblemente no coincida con la realidad de lo que vi, es un paso de Virgen, sin palio, totalmente blanco y llevado por costaleros. Puede que alguno de estos datos sea cierto, pero dudo mucho que lo sea el conjunto de ellos que, sin embargo, son como digo los que tengo en la memoria. También recuerdo, en una difusa niebla que pone sobre los hechos un filtro en blanco y negro, haber visto –esta vez fuera de la Catedral, pero en sus alrededores− pasar la procesión del Señor de la Caridad, de la que sólo tengo un ligero flash de cuando mi padre nos hizo levantarnos al paso de la bandera nacional que abría el desfile de los legionarios. Yo, por cierto, estaba sentado en uno de esos poyetes de mármol de escasa altura que rodean el perímetro de la Catedral por algunos de sus tramos.
(Continuará)

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